Antes de escuchar con paciencia su música, para mí David Bowie sólo era un personaje excéntrico, raro y andrógeno que interpretaba unas canciones que, tal vez por su fina sutileza y delicada sugestión, no alcanzaba a comprender en medio del estrépito del punk y de las canciones sumamente ruidosas que consumía vorazmente en mi adolescencia. Bowie, en esos tiempos, era para mí cuestión del pasado, un artista más visual que auditivo, que había logrado cautivar a un gran público en las décadas de los 70 y de los 80 debido a sus atuendos llamativos, a su maquillaje, a sus inusuales presentaciones en vivo llenas de efectos, a los personajes de otros mesos que inventaba y que, de alguna manera, contaban una historia improbable a través de la música.