David Bowie: el suicida del Rock and Roll
David Bowie: el suicida del Rock and Roll
Antes de escuchar con paciencia su música, para mí David Bowie sólo era un personaje excéntrico, raro y andrógeno que interpretaba unas canciones que, tal vez por su fina sutileza y delicada sugestión, no alcanzaba a comprender en medio del estrépito del punk y de las canciones sumamente ruidosas que consumía vorazmente en mi adolescencia. Bowie, en esos tiempos, era para mí cuestión del pasado, un artista más visual que auditivo, que había logrado cautivar a un gran público en las décadas de los 70 y de los 80 debido a sus atuendos llamativos, a su maquillaje, a sus inusuales presentaciones en vivo llenas de efectos, a los personajes de otros mesos que inventaba y que, de alguna manera, contaban una historia improbable a través de la música.
Pero con el tiempo, cuando los años fueron pasando y aquel furor adolescente se desvanecía, cuando en el arte se aprenden buscan otras cosas más allá del ruido, los gritos y la rabia; cuando la música ya no representa tanto una posición anárquica y contraria al orden social establecido, y entonces comienza a trazar nuevas ondas y maneras más depuradas de entender la vida y de asimilar la realidad; cuando las historias que se develan en cada canción, entre la melodía y las letras, comienzan a ser realmente escuchadas, y hay un mayor interés entre la interacción que se produce entre las palabras, los sonidos, la imagen y el ritmo, comencé a valorar la incomparable relevancia de Bowie.
No fue esto lo primero que me atrajo, pero es hoy en día lo que más aprecio de su arte: que podía concretar y fesir en una sola obra una visión particular de la vida en la que se integraban miles de imágenes, ensoñaciones y fantasías, que al final revelaban una cruda realidad; infinidades de sonidos, luces, destellos y brillos que escondían una profesa oscuridad; y una cantidad de ideas, expresiones y conceptos que, a fin de cuentas, sólo dejaban preguntas abiertas y misterios insondables.
No llegué a David Bowie como producto de una búsqueda organizada y sistemática, sino gracias a la razón por la cual se descubre, en la mayoría de las veces, las buenas canciones y los grandes artistas: por casualidad. En este caso, la causalidad fue Nirvana, en su desconectado de 1994, con la versión de la canción de Bowie “The Man Who Sold the World”, un claro ejemplo de su proceder como artista, donde las letras y la música dejan apenas entrever una historia que oculta más de lo que puede decir, y que atrapa y seduce en la medida en que no se deja comprender. La versión de Nirvana reduce en gran medida el misticismo de la canción, y aunque no deja de ser una muy buena canción, la transforma en algo más directo, simple y sencillo.
Así, desde ese primer contacto con la música de Bowie supuse que era su manera de interpretar, su voz, la cadencia y razonable agresividad de su entonación las que le conferían esa magia a las palabras, esa sensación de que sólo contaba una pequeña parte de la historia, y que el resto residía oculto en aquello que el artista siempre ha de conservar para sí mismo.
Sin embargo, fue en un viaje, oscuro, en un coche, en la radio, en una estación aleatoria, que sonaba algo que seguramente ya había oído muchas veces, pero que por primera vez me llegaba de verdad: el solo de saxofón en la canción "Modern Love", que sin duda es uno de los mejores de un instrumento de viento en la historia del rock and roll. Del solo pasé a amar toda la canción, y luego todo el álbum publicado en 1987: “Let´s Dance”. Era un álbum lleno de sonidos pop y discotequeros que en mi época de punk y rebeldía resultarían obsoletos, pero que ahora me llevaban a seguir buscando otras canciones, facetas y obras de Bowie. Así pasaba días enteros escuchando las obvias “Heroes”, “Changes” y “Space Oddity”, descubriéndolo tal vez demasiado tarde, pero llegando a él al fin y al cabo. En medio de todo, una canción en particular fue la que me hizo rendirme enteramente ante la magia: “Rock and roll suicide”.
Particularmente, en esta canción se extiende con toda intensidad la voz de una tragedia, de una pesadilla recurrente, de una desgracia a la cual todos estamos convocados. El suicida del rock and roll es Bowie, a quien el tiempo le pone cigarrillos en la boca y lo agota, lentamente, hasta consumirse, sin importar el llamado, el sonido del reloj que trata de salvarlo del letargo. El suicida del rock and roll se desvanece poco a poco, pero en medio de todo, entre la penumbra resalta la luz: “No dejes que el sol queme tu sombra...”. En las tinieblas, el suicida no está solo, y a pesar de los cuchillos que laceran su cerebro, de lo que ha sido y de lo que ha visto, él no está solo, y de alguna manera podría aliviar el dolor.
La canción incita a escuchar más de Bowie, a entender sus apreciaciones en torno a la existencia y el paso inevitable de un tiempo que, infortunadamente para todos los que hemos tenido la oportunidad de escucharlo, se ha detenido en él para siempre, en un lamentable día de enero.
Muchos artistas se han pronunciado en los últimos días ante la muerte de David Bowie. Todos lo recuerdan como uno de los mayores exponentes del rock y del pop a nivel mesial, como el artista que supo combinar una estética delirante y estrafalaria con una música abismal y profesa. Hay quienes expresan que muchos no hubieran llegado a ser lo que son hoy en día sin la inspiración de Bowie, y que su música cambió la manera de pensar de varias generaciones en las últimas décadas. En todo caso, las palabras que más me han quedado grabadas, entre todo lo que se ha dicho sobre la muerte de Bowie, fueron expresadas por Iggy Pop, uno de sus mejores amigos, en la revista Rolling Stone: “Nunca conocí una persona tan brillante en mi vida, era el mejor que existía, su amistad fue una luz en mi vida..."
Gracias a su legado, a la enorme cantidad de artistas que ha influenciado, a las miles de personas que han podido experimentar, como yo, sensaciones tan fuertes gracias a su música, la luz que esparció David Bowie a través de su existencia entre sus amigos, conocidos y fanáticos no se desvanecerá a pesar del inevitable ocaso de la muerte, del tiempo que es capaz de borrarlo todo excepto aquello que queda grabado de manera indeleble en el alma de la humanidad.